21 de diciembre de 2015

Profe, ¿y esto, para qué sirve?

Hace no mucho tiempo leí en el conocido libro de Dyer, Tus zonas erróneas, que “vivimos en una cultura que quita importancia al presente, al ahora”. El autor se refería a la cantidad de veces que hemos postergado la felicidad del hoy pensando en la felicidad del mañana. Sin embargo, cuando yo leí estas palabras, para mí adoptaron un significado totalmente diferente. Permitidme que os cuente un episodio de mi vida que transformó mi futuro.

En  el colegio, yo era una niña adorable a la par que insoportable. Me interesaba por todo lo que dábamos en clase, pero en ocasiones mi interés rozaba límites que podían resultar agobiantes. Quería saber qué sentido tenía todo lo que aprendía y cómo podía aplicar en mi vida todos los conocimientos que me estaban obligando a asimilar. Y si no conseguía un argumento convincente, no cesaba en mi empeño hasta sacar a mis maestros una respuesta medianamente aceptable. Los años pasaron y esta manía mía de continuar preguntando para qué servía lo que estábamos estudiando también continuó. Era tan difícil deshacerme de ella que la adopté como una parte de mí y aquí está, acompañándome aún hoy en mi día a día. 

Retrocediendo algunos años, mi “yo” adolescente se encontraba cursando Bachillerato. Tenía clarísimo que iba a estudiar algo relacionado con los números porque me encantaban las Matemáticas. Decidí decantarme por Administración y Dirección de Empresas, una carrera muy de moda en esos años. Estaba firmemente convencida de que esa era mi vocación. Ay, de mí. Pero este no es el tema, el tema es que yo era una loca de los números, pero loca hasta el punto de que en mi tiempo libre me divertía coger mi vieja pizarra y ponerme a hacer operaciones, resolver problemas…lo mío no era normal, lo sé. Pero era algo que me apasionaba.

Y, como os decía, llegó el momento de cursar primero de Bachillerato. La asignatura se fue complicando hasta el punto de encontrarme con cosas que para mí no tenían ningún sentido. Me esforcé mucho, pero muchísimo en intentar averiguar qué uso podía dar a todo lo que estaba viendo tema tras tema. Y no lo encontré. Y pregunté. Vaya que si pregunté. Decenas de veces. Me aferraba a la idea de que las Matemáticas no podían dejar de gustarme ¡¡pero si yo era la reina de las Matemáticas en mi clase!! ¿¿cómo iba a dejar de apasionarme mi asignatura favorita ahora que sólo me quedaba un año para decidir la carrera que más me convenía estudiar?? Lo pasé fatal porque por más que preguntaba al profesor para qué servía todo lo que estábamos viendo, él sólo me contestaba que esperara a que avanzáramos más para poder comprenderlo.

Y tanto avanzamos que el cursó acabó y mi pregunta no se contestó. Simplemente recibí un “ya lo verás el año que viene” como respuesta. Pero al año siguiente no lo vi, porque ya había dado demasiadas oportunidades a una asignatura que me había dejado de atraer. Elegí la rama de Humanidades en Segundo de Bachillerato y corté de raíz con mis amados números. Y mi vida cambió, cambió tanto que de querer estudiar Administración y Dirección de Empresas pasé a querer ser historiadora (pero que quede claro que también amaba la Historia, pero no es sencillo tener que decir a tus padres que quieres estudiar una de las carreras con las tasas de paro más altas, por eso al principio me decanté por la otra).

Al poco tiempo descubrí una vocación que al parecer era un secreto a voces para toda la gente que me conocía: ser docente. Y ahora puedo decir que gracias a ese pésimo profesor que no supo dar respuesta a mi insistente pregunta sobre la utilidad de su asignatura soy muy feliz.


Pero esta no es la moraleja de esta anécdota sobre mi vida. La moraleja es que mi profesor no era consciente de la importancia que tiene el presente, el aquí, el ahora. Él confiaba en que podía postergar la respuesta a mi pregunta semanas y meses y que yo seguiría teniendo la misma pasión que tenía por su asignatura. Pero se equivocó. Vivimos continuamente dejando nuestras elecciones en manos del futuro, sin darnos cuenta de la importancia del presente. Para mí, el que ese señor de mediana edad y barba blanca diera poca importancia a mi presente hizo cambiar mi vida entera. 



Este que os muestro es sólo un ejemplo de los miles que os podría dar. Vosotros en las clases habéis vivido, vivís y seguiréis viviendo decenas de ellos. Así, nunca, nunca, nunca minusvaloréis lo importantes que podemos llegar a ser para nuestros alumnos. En muchas ocasiones tenemos su futuro en nuestras manos, y no nos damos cuenta de ello. Por ello, es vital dar importancia al presente de nuestros estudiantes. Nosotros hemos crecido, Peter Pan decidió abandonarnos hace tiempo y ahora vivimos pegados a un reloj y un calendario a los que somos adictos. Planificamos, posponemos, imaginamos, acordamos…todo pensando en el futuro. Pero para nuestros niños y adolescentes sólo existe el presente. No podemos tener el atrevimiento de obviar esto. Mi historia acabó con final feliz, pero la de muchos no. Otros acaban odiando las asignaturas, a los profesores, la escuela y acaban tirando la toalla por falta de motivación, porque no sienten que estén haciendo nada provechoso con sus vidas.


Si os encontráis a alguien tan indefenso como mi “yo” adolescente haciéndoos la pregunta de “¿para qué sirve esto que estamos estudiando?” no le ignoréis, por favor. No toméis la pregunta como un ataque a vuestra asignatura o a vuestro trabajo. Tomadlo como una respuesta para mejorar su futuro. 

No hay comentarios:

Publicar un comentario